Pizzería Kamikaze. Etgar Keret. Siruela

(128 páginas. 15,90€. Año de edición: 2008)
Este breve libro de relatos breves estaba encaminándose a ser el peor libro con diferencia de los que le había leído. La historia del conductor de autobús que quería ser Dios, que más bien es la de Adi, un ayudante de cocina que llega a sus citas siempre tarde porque duerme diez minutos más de la cuenta, no pasa de ser mera anécdota; La chaladura de Nimrod no pasa de ser una chaladura sin más trascendencia ni calado, lejos de ese punto tan ácido o corrosivo o divertido de muchos relatos suyos; y si bien El cóctel del Infierno o Útero al menos tienen ese punto de originalidad "made in" Keret, no alcanzan a tener el suficiente vuelo.

En El cóctel "Hay un pueblo en Uzbekistán que fue construido justo a las puertas del Infierno" que sobrevive a base de turismo interior, tan interior que en concreto se trata de las personas que salen del Infierno. La tienda de ultramarinos donde trabaja Ana es un ejemplo. De  curioso no pasa, eso sí, no hay mayor desarrollo.

Y Útero, narrado en primera persona, habla del útero precioso de su madre, tan precioso que lo donó a un museo. Si la idea es delirante, el resto de la historia no deja de serlo, con organización ecologista incluida encargándose de liberar el útero. 

Pero llega Pizzería Kamikaze y todo cambia. Creo que es el relato más extenso que he leído al autor, con 26 capítulos (todos ellos, como no podía ser de otra manera, de breve extensión), en los que Haim, de quien no sabemos por qué se ha suicidado (aunque podemos imaginarnos que es a causa de su novia Ergá, un amor que no resulta demasiado redondo), lleva la voz cantante.

Todas las personas que se han suicidado acaban en una especie de realidad alternativa que es similar a la nuestra, pero más gris, destartalada y sucia. Una realidad sin esperanzas y sin excesivas perspectivas de cara al futuro. Allí encuentra un trabajo en una pizzería y en los ratos libres va al mejor pub de allí, el Fiambre Bar, aunque las chicas no suelen hacerle caso ni a él ni a su amigo Ari Galfend, un hombre algo mayor que él y calvo que se quitó la vida pegándose un tiro en la sien. Su familia entera está allí y uno de los chistes más graciosos del relato es que tiene un amigo llamado Kurt que es un pelmazo porque "Cualquier cosa de la que se habla le recuerda siempre a alguna canción que escribió". Kurt Cobain, vaya.

Cada capítulo viene a ser como una anécdota: que si va a cenar con la familia de Ari; que si frustra un intento de robo en el súper; que si sueña con Ergá... El avance de la ligera trama (porque sobre todo lo que importa es plasmar esa realidad deprimente) llega cuando Haim se entera de que Ergá acabó suicidándose después, algo que le otorga un propósito, y no es otro que el de buscarla. Su amigo Ari acabará acompañándole, pese a que él mismo le diga lo complicado que será encontrarla. Es genial el argumento que utiliza Haim para convencerle: "¿Tienes algo mejor que hacer?".

No podía faltar el momento de crítica o de burla hacia la situación entre judíos y árabes ("¿Y si se dan cuenta de que somos israelíes?" "Pues nos volverán a matar. ¿No te das cuenta de que les importa un carajo? Están muertos, nosotros estamos muertos"). El caso es que emprenden camino con el coche y acaban recogiendo a Lihi, una tía buena que hace autoestop. 

Poco a poco, Lihi y Haim van llevándose cada vez mejor, y ella se sincera con Haim diciéndole que ella está por error allí porque no se suicidó, sino que tuvo una sobredosis la primera vez que se drogó, así que está buscando a algún encargado para que la lleven donde le corresponde; llegan a la casa de Kneller, donde viven más huéspedes. Kneller está buscando a su perro Fredi (que sabe hablar) y en ese lugar Ari se enamora de una esquimal y ocurren pequeños milagros, como que en vez de salir agua de un grifo salga gaseosa. Esos milagros ocurren solamente si se los ignora.

En fin, que la sucesión de sucesos chocantes o lunáticos prosigue su curso hasta la mansión de un tal Gib'on, que tiene un proyecto que es una extensión de lo que ya intentó estando vivo. "Gibson opinaba que todos estábamos atrapados en el mundo de los vivos y que había un mundo superior al que se podía llegar". Los acontecimientos se precipitan cuando pone en práctica el milagro que pretende y al final todo vuelve a la "normalidad" con un cierre lógico dentro de todo ese ilogismo. 

Solamente por esta mininovelita estrambótica delirante merece la pena. Keret en estado de gracia, hablando de algo que remite a otro algo, con una concatenación de absurdeces que revelan un sentido extraño dentro de tantas paradojas. Eso habla del talento del autor, que nos lleva de la mano en un camino distinto y muy original.


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