Yo confieso. Jaume Cabré. Destino

(762 páginas. 26,90€. Año de edición: 2011)
Confieso que me costó engancharme a la novela, que el batiburrillo de líneas temporales y de personajes del inicio me tuvieron algo confundido, dubitativo y por momentos hasta abrumado. Confieso que la voz confesional de Adrià Ardèvol me parecía poco novedosa y demasiado artificial. Confieso que me asustaba incluso el grosor del volumen. Confiteor.

Por fortuna, no me achanté. Y seguro que en otro tiempo o con menos libros pendientes por leer y cada vez menos verano por aprovechar, volvería a releerlo, volvería a buscar frases para apuntar, hilos que se retoman más adelante, y volvería a rematar la circularidad del libro con ese final ejemplar para un libro no menos ejemplar. Un ejercicio de narrativa impecable lleno de recursos y de talento. Me ha venido desde allá por la mitad del libro a la memoria una comparación malévola para esta novela: es como La sombra del viento, pero en buena.

Por muchas razones la vincularía a un ejemplo de novela del siglo XX: por ese nihilismo latente y por ese compendio de narrativa negra, histórica, confesional, de aventuras, bildungsroman..., todo ello trenzado de manera aparentemente caótica, a menudo por medio de recursos tipográficos como la letra cursiva u otros literarios como el cambio de la 1ª a la 3ª persona o la técnica del contrapunto. 

Porque vale, el inicio me pareció excesivamente artificioso: 
"De pronto entendí que siempre había estado solo, que nunca había podido contar con mis padres ni con un Dios al que encargar la búsqueda de soluciones (...). Ayer (...) llegué a la conclusión de que esa carga me corresponde sólo a mí. Y de que mis aciertos y errores son responsabilidad mía y sólo mía. He necesitado sesenta años para verlo" (y eso que no cito la parte con la metáfora de la "dama de la guadaña" y del ajedrez). 
Pero enseguida aparece el tú a quien se dirige Adrià y te engancha: 
"Espero que me entiendas y comprendas lo desamparado y solo que me encuentro y lo muchísimo que te echo de menos". 
Ese interlocutor que es esa Sara que luego conoceremos y que motiva en gran parte esta carta desmesurada de la que hasta casi al final no comprendemos su entero alcance, ni ese caos de referencias históricas, casi todas en relación con el storioni, un violín del siglo XVIII, un personaje más de la obra.

Transitamos por la Barcelona de la posguerra, por el horror de los campos de concentración nazis, por Roma casi al empezar la Primera Guerra Mundial, por los siglos XIV y XV... Se entremezclan diálogos de lo que es el presente para Adrià con esos personajes que completan y complementan la historia: el implacable Inquisidor General Nicolau Eimeric; el más compasivo Fray Miquel; Jachiam Mureda, cantador de madera -y punto de partida del violín-; el despreciable Alí Bahr, que condena a la lapidación a la inocente Amani; Rudolph Höss, SS-Obersurmbannführer -teniente coronel, vaya-; Aribert Voigt, médico; Matthias Alpaerts... Innumerable la nómina y eso que aún no he mencionado a los personajes directamente implicados en Adrià.

Por poner algún pero, se incide demasiado en el mal, y eso implica una sobreabundancia de dramas y de tragedias. Aunque claro, podemos replicar que así es la vida y por eso nos gusta más la parte inicial con la infancia de ese niño inquieto y reprimido, primero por culpa de su padre, Félix Ardèvol (en principio seminarista hasta que se enamoró de Carolina Amato, luego comerciante de escasa ética y regente de una tienda de antigüedades; es, de hecho, uno de los personajes más negativos) y luego por su madre, Carme Bosch, que reemplazó la férrea disciplina paterna y que deparó al pobre niño un desamparo en lo afectivo, algo que le marcará, como le marcará su facilidad para los idiomas y su aplicación y brillantez en los estudios. Y, en cambio, la parte final, la del presente de la narración, nos parece más deprimente, cuando conocemos qué pasa con Sara Voltes-Epstein y con el propio Adrià, algo que justifica esa narración tan desordenada y prefigura un final en la línea del Realismo mágico sin que se note demasiado esa filiación.

Quizá es demasiado duro todo, y más esa historia de amor entre Adrià y Sara, marcada en muchas ocasiones por decisiones ajenas o posturas intransigentes y desmesuradas. Eso sí, no importa si a cambio recibimos una obra maestra en cuanto a pintura de caracteres y personalidades. Es difícil encontrar a un personaje, por episódico que sea, que no esté acertadamente descrito y dibujado: Lola Xica va unida a la fidelidad por Carme; el señor Berenguer sería el ambicioso a la sombra de Félix; la familia de Adrià por parte del tío Cinto, en el pueblo de Tona, la parte bucólica-rústica; Kornelia es a la promiscuidad lo que Laura a las relaciones que pudieron ser y no fueron; Max, el hermano de Sara, la templanza... Eso, unido a la precisión de cirujano en lo que respecta a la documentación para lo artístico, lo filosófico, lo pictórico o lo musical, podrían ser los dos rasgos más destacados de la novela.

Porque incluso los personajes deparan en gran medida el estilo del libro. Es decir: Adrià es un pensador brillante y un despistado en la misma medida y aunque a ratos desespere, quién no se puede identificar con aquello que uno se guarda o que no dice o que se arrepiente o que cambiaría si pudiera; Sara es el motor, la musa, el amor que todo lo mueve y la que desencadena la parte sentimental y afectiva de Adrià, lo bueno pero también lo malo; y luego está el tema de la amistad en la figura de Bernat Plensa, un violinista que no llega a las cotas que hubiera querido y que como escritor tampoco alcanza el éxito, por lo que el texto de su amigo es la puerta abierta para que se le reconozca, y amplía el alcance metaliterario, puesto que su participación puede haber alterado en parte el texto original de Adrià, por ejemplo en esa segmentación en siete partes (encabezadas por títulos en latín) y en esos 59 episodios.

Sin duda, nos encontramos por el largo aliento, por la impresionante ambición, por el cúmulo de aciertos y por el pulso firme en cuanto al desarrollo de la historia (lineal pese a todo), con una de las obras más importantes de la actualidad, y dejarse amilanar por el número de páginas o por los momentos en los que hay interferencias temporales (la que más me cuesta de entender, por cierto, es la de la accidentada Gertrud y su marido Alexandre Roig) sería perderse una obra maestra. O quedarse con la facilona y tramposa La sombra del viento como un referente, que es casi peor.

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